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Cartas a mi padre: La despedida de Koh Pha Ngan (pt.6)

2024-01-11 21:18:05

El día que estaba por empezar era nuestra última oportunidad para explorar Koh Pha Ngan y como en todo, nunca puedo esconder las ansias de arañar hasta el último suspiro que significa experimentar un lugar como este. Aunque el tour que habíamos tomado el día anterior nos llevó por casi toda la isla, nos dejó un sabor agridulce pero a fin de cuentas quedaba la satisfacción de haber descubierto “la playa secreta”. Ese lugar fascinante que le dio consistencia a aquel alicaído paseo., sin desmerecer a Koh Ma y sus alrededores, que también tienen lo suyo.

Un día después y a pesar de todo, ahí nos encontrábamos en la misma agencia de turismo, esperando conseguir un taxi de ida y vuelta a algún destino que aún no terminábamos de elegir. Tomar otro tour estaba descartado, tras lo vivido el día anterior no habían muchas ganas de repetir la experiencia, por lo demás suelen ser bastante cansadores. Así es que no nos lo pensamos mucho.

Al entrar a este sucucho, fue un poco tortuoso que nos atendieran, al menos que lo hicieran de corrido. Sobre todo y en especial por un grupo de mujeres angloparlantes bastante arrogantes, que iban por la vida como quienes fueran la Reina Isabel y su séquito.

Al principio solo se cruzaban por la recepción como quién sale un poco apurado de su casa, pero no tardaron en interrumpir nuestro cometido una y otra vez. Sin arrugar un centímetro su rostro, ignoraban nuestra presencia por completo mientras nosotros permanecíamos ahí, algo atónitos, sin saber claramente cómo reaccionar.

Tras la enésima interrupción comencé a elevar mi voz para comentar la situación con la Katty y dadas las circunstancias, aproveché de desahogarme a viva voz con algunos chilenismos. Nada soez, aportar más groserías a la situación era un despropósito para el momento, pensé. En el intertanto había una frase que no paraba de rondar mi cabeza, ¡Qué importante es la educación!. Tan cierto como afirmar que tener educación no va de la mano con haber nacido en un país desarrollado, o haber sido educado en un sistema que expertos catalogan de superior. Y para serte franco, yo no lo supe hasta que comencé a viajar.

Creo que alguna vez te conté mi visita a la Capilla Sixtina donde todo el asombro que significa ver tan magnánima obra de arte se ve eclipsado por la discordia que engendra un puñado de turistas que empujan, no guardan silencio y van contrariando en cada paso a los guardias que ahí intentan mantener el orden. Aquella vez comprendí que, al menos, esa falta de “tino” como decimos acá, no tiene procedencia como tampoco relación con el nivel de desarrollo.

Tengo la impresión de que en Chile, a pesar de todo, seguimos “ensalzando” demasiado la cultura de algunos países. Cuando la realidad al viajar me ha demostrado que nada tenemos que envidiar. Hago mea culpa de haber alimentado alguna vez esa idea en mi cabeza. Y aunque sea chocante, es necesario enfrentar esta desagradable situación con estas “niñatas” que no paraban de molestar. Al final uno logra mirar el momento desde una perspectiva diferente y analizar su comportamiento solo contrasta con el orgullo que siento por mi cuna, educación y valores.

Tras largos e innecesarios minutos allí, al final logramos cumplir nuestra misión, salimos con la playa secreta como decisión para visitar. Para contextualizar, esa playa se ubica a cuarenta minutos de Haad Rin, donde nos encontrábamos en ese momento. Queríamos partir cuanto antes, pero recién luego de un rato una minivan nos recogió en las cercanías y por fin pudimos sentir el alivio de ir en camino a disfrutar de esta aventura final en la isla.

Repetir la visita no nos importaba, estar en ese lugar una última vez sin el apuro de tener que continuar con el tour de turno era preciso. Haad son, que por cierto significa literalmente “playa secreta”, es una pequeño arenal de no más de doscientos metros en la esquina noroeste de la isla.

Es un pedazo de costa cobijado por densa vegetación hacia el interior y un intrincado manto de rocas que alberga el restorán Koh Raham, el mismo en el que estuvimos la tarde anterior. El camino de acceso es angosto y se abre de a poco para situarte en uno de esos lugares, que tras haberte ido, sueñas por volver.

Puedes refrescarte de la manera más cómoda en esta playa tranquila de arena más bien gruesa. Si te adentras en el mar por varios metros, te bañarás en un agua tranquila y poco profunda. Nada parecido a la intensidad de nuestras costas en Chile.

Con solo decirte que cada foto que saqué se transformó en una bonita postal, no es una exageración, al contrario, estaría comenzando a hacerle justicia a este lugar. Almorzamos en ese restorán junto a la playa. Nuestra estancia ahí fue amena, salimos de allí saciados a más no poder. Teníamos la playa a nuestra disposición y a nadie que nos apurara.

Traíamos un listado de lugares cercanos que nos interesaba visitar. El error estuvo en que nunca magnificamos la distancia real entre ellos. Fue así como nos encaminamos por una estrecha avenida en busca de la playa zen, pensando en sumar otro lugar alucinante a nuestra lista de recorridos.

El camino presentaba una que otra dificultad, subidas y bajadas pronunciadas no hacían el tranco más fácil. Sumado a pozones en algunos trechos, a causa de una circunstancial pero copiosa lluvia la noche pasada, nos tenían zigzagueando por la avenida sin una orilla en la que cobijarnos del paso de motos y autos. Eso quizás demoró más la caminata.

Una vez que las indicaciones del mapa nos desviaron del camino principal comenzamos a adentrarnos por un sendero entre palmeras sin alguna señalética que nos ayudara a guiarnos. Nuevamente nos tenías ahí medio dubitativos negando que quizás estábamos perdidos. Gracias a Dios un tipo que pasaba por allí nos dio el empujón que nos faltaba.

Aparentemente nos habíamos desviado por un camino privado que deriva en un complejo de cabañas junto a la playa a la que veníamos. Sin embargo, no era la entrada oficial, mucho menos un acceso público que querían publicitar, aunque los mapas de internet digan otra cosa. Pero nos quedaba claro que los lugareños se dividen entre quienes utilizan y comparten este atajo y los que prefieren que el turista no lo use, un cartel de “No pasar”, contrastaba al gentil consejo que nos habían dado.

Tras hacer caso a la amabilidad de este extraño decidimos continuar, disimular que conocíamos la ruta para cruzar raudamente hacia nuestro destino. Al llegar a la playa nos llevamos una divertida sorpresa, estábamos en una sección de esta, que era nudista. Y no precisamente de lo más glamoroso. Debo decir que no se sentía cómodo caminar por ahí con mi cámara colgando entre tantas otras cosas que colgaban también.

A la Katty y a mí nos hacía algo de gracia esta casual sorpresa, queríamos reírnos de la situación pero aún pasábamos muy cerca de la gente y procuramos evitarlo. Yo intenté apurar el paso, no solo por que se volvía incómodo, sino porque ya íbamos a empezar a renguear en la arena y queríamos hallar un lugar adecuado para continuar nuestros caprichos de verano.

Para alejarnos de aquella sección de la playa seguimos hasta el otro extremo, allí había un chiringuito abarrotado de gente alrededor, el Grasshoper beach bar. Buscamos una mesa libre junto a un par de sillas y nos colocamos ahí para al fin descansar. Lo que me gusta de esta clase de lugares es que puede faltar de todo, pero nunca cerveza helada. Y tras pocos minutos ahí me tenías sosteniendo una, sonriendo y comentando aún el raro momento que pasamos unos minutos antes.

La rutina de la playa ya la sabes, tomar sol, juntar calor, entrar al agua y repetir. Dar mayores detalles sería tedioso, sobre todo si leyeras estas líneas, acalorado en una tarde de verano lejos de Santo Domingo. O recordando los veranos en tu querida Antofagasta, donde acumulaste infinitas aventuras. Muchas de esas historias rozaban la fantasía, al menos así te lo hacíamos ver, cuando te bautizamos El Gran Pez. Nunca sabré si el apodo te correspondía o alguna vez te hizo justicia, tú siempre lo llevaste con carácter y humildad aunque estoy seguro que no te hacía ninguna gracia, pero te agasajaban las risas de tus hijos imaginando esas historias de mil formas distintas.

Nosotros aún no coleccionabamos una de esas épicas novelas tuyas, en cambio ahí nos tenías “echados de guata” bajo el sol. Nuestra tarde fue tranquila, nada hacía presagiar que el camino de vuelta podría complicarse. El chofer de turno era un novel adolescente que poco y nada sabía comunicarse en inglés. La coordinación antes de bajar de la minivan fue algo confusa, quedé con la duda si realmente habíamos quedado bien en los detalles del regreso. Se lo comenté a la Katty, y ¿qué crees?, se rió en mi cara. Rescatamos de esa breve conversación que nos iban a recoger a una hora determinada, en el mismo lugar que nos dejaron, ella decía.

Cuando me percaté de la hora, levanté la primera alerta, aún nos encontrábamos en la playa zen. El camino que nos separaba del lugar de recogida no era demasiado largo, pero sí de algunas dificultades de consideración. Entonces, contrariando a la Katty que de costumbre tiene una fe ciega que todo resultará, yo comencé a caminar bastante apurado, incluso trotando de vez en cuando, para evitar que nos dejaran botados. Terminé exhausto y para nada.

Cuento corto. ¡Nos dejaron botados!, pero no de la forma en que nosotros creíamos. La tarde ya había finalizado, el sol ya se había puesto y en ese espacio de tiempo en que cae la noche, arrecian los mosquitos. Los escasos minutos que aguantamos esperando antes de tomar un taxi, fueron suficiente tiempo para que estos bicharracos festinaran con mis brazos y piernas. Acumulé tantas picaduras que ya no sabía dónde rascarme.

Tras el entrevero que afortunadamente pudimos resolver a buen precio y mediando tan sólo dos taxis, regresamos finalmente a Haad Rin, la distancia no era menor. Yo me imaginaba al interior de la agencia molesto, buscando argumentos para reclamar el que nos hubiesen dejado plantados. Pero pronto el sentimiento se tornó en derrota y creía poco probable recuperar la plata invertida en ese paseo. La Katty en cambio, no echó pie atrás y ambos entramos al sucucho de siempre, ese que nos había servido de operador de turismo, sin tener el mismo optimismo.

Ahí comenzamos a explicar la situación a la señora que nos había atendido anteriormente, a pesar de todo, parecía no entender el problema. No fue sino hasta que apareció otra mujer, algo mayor y que a todas luces su inglés era más fluido, que pudieron darse cuenta del meollo de este asunto. Nosotros habíamos llegado hasta aquí por nuestros propios medios y no con su transporte.

La reacción que tuvieron fue extraña en un principio, yo había imaginado cómo se iban a defender con cientos de razones para culparnos de no haber estado en el momento para tomar el transporte de vuelta. Pero nada de eso pasó, parecían algo confundidas y hasta un poco avergonzadas. Aparentemente el joven que debía pasarnos a buscar confundió las instrucciones e ignoró por completo que lo estuvimos esperando.

Al final de todo y sin chistar, nos reembolsaron la mitad de lo que habíamos pagado, porque entendieron que habían prestado la mitad del servicio. Y ahora salía de este lugar completamente desencajado por el resultado, tratando de reordenar mis expectativas en todo esto.

Es claro que a estas alturas les había tomado algo de cariño. Son buena gente y con lo ocurrido quedaba de manifiesto su honestidad.

Al final quedó como otra anécdota para despedir nuestra segunda pasada por las tierras del Reino de Siam. Gran manera de dar cierre a nuestras vacaciones por Tailandia acumulando aprendizajes, una tonelada de fotografías y el gozo por su comida. Me iba feliz y satisfecho por lo vivido, fanatizado de este país, su cultura y su comida.


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Cartas a mi padre: Una vuelta por Koh Pha Ngan (pt. 5)

2024-01-01 02:47:36

La tarde anterior cuando íbamos de vuelta, camino al hotel ojeamos en los alrededores en busca de algún lugar donde averiguar acerca de las atracciones que podíamos visitar en Koh Pha Ngan.

Nos interesaba explorar esta isla más allá del alcance de nuestros pies o lo que un pequeño bote nos podía ofrecer. Lo vivido hasta ahora había sido sorprendente pero queríamos más. Por esa razón terminamos en un sucucho aledaño, uno de especial particularidad que opera como hospedaje, lavandería y agencia de turismo.

En ese recinto, a duras penas, se esconde la improvisación propia de emprendimiento familiar. Lidiar con ellos, es a lo menos una experiencia llamativa. Luego te das cuenta que todos los lugares en la zona operan igual y a pesar que a priori pueden levantar algunas suspicacias, este sistema comprobaremos que funciona.

Tras unos minutos de haber revisado nuestras opciones elegimos un tour que comprendía estaciones en el centro y el extremo norte de la isla, una opción que se supone nos iba a dar una visión más general de Koh Pha Ngan.

A la mañana siguiente, mientras esperábamos el transporte, me costaba disimular las dudas que tenía con el operador de turismo que contratamos. Traté de distraerme buscando algo que improvisar como desayuno en el mercadito, al costado del hotel. Nuestro hospedaje de turno, no nos ofrecía ese servicio y eso nos supuso un problema. Sobre todo porque ya veníamos acostumbrados de los alojamientos anteriores que nos agazajaban con toda clase de manjares. Afortunadamente este local contiguo, hasta ahora había servido para saciar todas las necesidades como ésta, tranquilamente.

Mientras esperábamos, pensé por largo rato que nos habían olvidado, y no vendrían a recogernos. Incluso fui a expresar mi preocupación al lugar donde programamos esta actividad. Gracias a Dios finalmente el tour comenzó, tarde, pero comenzó. Vinieron a buscarnos disimulando que todo iba como estaba planeado, pero no lograban disfrazar esa expresión de su rostro.

Tras unos cortos minutos en ruta, nos acercamos a la primera parada y no sabía mucho que íbamos a ver. Solo había ojeado un folleto con algo de información que parecía más bien genérica y las opciones que barajaba para el inicio parecían bastante aleatorias. Miraba el mapa de mi celular como para intentar adivinar hacia dónde nos dirigíamos, sin sospechar donde realmente íbamos a parar.

Suponía que nos unirían a un grupo más numeroso en la típica minivan que acostumbran usar todos los operadores turísticos. A fin de cuentas no fue tan así, nos juntamos con una par de italianas, amigas y algo recelosas que desde nuestro arribo no esbozaron demasiada simpatía. Era difícil culpar esa frialdad, probablemente vendrían tan, o más perdidas que nosotros.

Tras una pequeña introducción y un poco de contexto nos acercaron a un babuino que estaba atado miserablemente desde su cuello junto a un árbol. Pobre animal, pensé. Aunque por el tamaño quizás era una medida necesaria, dicen que los monos adultos son bastante violentos.

Ahí le comenzaron a incitar para que hiciera algunos trucos, nada que acusara un maltrato evidente al menos, pero ya su situación era más bien precaria. Tras unas simpáticas fotos tomando jugo junto a este personaje. O presenciar la pericia de cómo este simpático espécimen se trepaba hábilmente entre las palmeras aledañas para sacar unos cocos, finalmente cerramos nuestra estancia allí.

Nos embarcamos en el resto del recorrido montados en una camioneta que en vez de pickup tenía una suerte de jaula tipo safari y partimos. Junto a nosotros, el cuidador subió al mono en su moto al costado y nos acompañaron por un rato en la travesía.

Cuando por fin nos detuvimos, nos dejaron junto al camino, en la entrada de un sendero que tras un poco más de diez minutos de caminata nos situó en un rincón de fantasía. Esta parada era la cascada de Pho Darng. Un pozón alimentado por una seguidilla de cascadas y rodeado de una densa mezcla de arbustos y árboles, te deja inmerso en una escena digna de una película.

Nos tomó un momento acomodarnos en las rocas, ahora tocaba el chapuzón, ninguno de los cuatro se atrevía a dar el primer paso aunque el sol pegaba fuerte e invitaba a hacerlo. No sé si habrá sido idea mía, pero siendo el único hombre del grupo, sentí que me declararon el conejillo de indias para abrir el camino. Ahí figuraba yo rengueando entre las rocas mojadas procurando no caer y disimulando sentir gratamente la temperatura del agua que a pesar de todo no estaba muy temperada.

No es ninguna gracia lanzarse al agua y golpearse con alguna piedra en el fondo, menos en un lugar tan aislado como este, afortunadamente me abrí paso sorteando las piedras y el riesgo de tropezar. Así pudimos relajarnos allí durante algo más de una hora, investigar los alrededores y recopilar algunas postales para el recuerdo.

Sin mucha dilación continuamos el trayecto a la siguiente estación, nos comentaron que esa parada incluía un paseo en elefantes que nos llamó la atención, pero no nuestro interés. No teníamos intención de visitar esta clase de atracciones en la isla, pero no había más remedio.

Días atrás habíamos tenido una experiencia extraordinaria en Chiang Mai y veníamos advertidos de que este tipo de lugares en la isla eran foco de abuso para estos animales. Más allá que los arman con un sillín para que la gente los monte, no vimos algún maltrato propiamente tal. Pero si se podían apreciar algo famélicos y con su piel visiblemente ajada, ya sea por la edad o la falta de hidratación.

El guía nos insistió y parecía no entender nuestra falta de interés en montarlos. En cambio nos quedamos sentados con la Katty a las afueras, contando los minutos para que las italianas terminaran de probar esta “experiencia”. Esperamos ahí junto a la entrada del Tawan Elephant Trekking, con algo de displicencia que a decir verdad, era difícil de disimular.

La tercera parada ya parecía chiste, estaba junto a la carretera en frente de un árbol. ¡Sí, un árbol!, uno que para nuestro tour representaba otro atractivo de importancia y parecía más bien improvisada. De todos modos, era un ejemplar gigantesco y del cual el guía nos menciona que tiene más de 400 años, uno del tipo Yang Na Yai como le llaman acá, de más de 50 metros. Considerado por los aldeanos de Ban Nok, como de carácter sagrado. De hecho, le circundan una serie de pequeños santuarios en los alrededores.

Nuestra detención fue breve, estábamos parados literalmente al costado de una avenida, las circunstancias no permitían extender demasiado cualquier explicación del lugar. Aunque quería llevar una grata impresión solo nos dimos tiempo de fotografiar este ejemplar, pero el tiempo que nos tomó, no fue mucho.

Así como en la estación que dejamos, el lugar en el que nos detuvimos luego, no ofrecía gran cosa. Era una especie de granja de cocos. Sí, una explanada rodeada de palmeras en las que se ven varios montones de cocos. Aún no lograba encontrar el atractivo en ello. Un puñado de lugareños ahí trabajan a merced del clima, mientras pelan una infinidad de estos frutos con machetes y hachas de todo tipo.

La pobre impresión que el tour me estaba dejando se hacía evidente, pero aún guardaba esperanzas de que fuera a mejorar en las siguientes paradas. A estas alturas, era difícil que cayera más bajo. El recorrido acumulado, al menos, había servido para hacerme una idea del resto de la isla. Supongo que esto podría dar alguna respuesta y complementar lo que ya sabía acerca de Tailandia y su cultura, pensé.

Ya era pasado mediodía y ésta siguiente detención iba a incluir un espacio para comer a la orilla del mar. Nos acomodamos en un cruce de playas frente a la pequeña isla Ma, un rincón particular.

En esa punta, durante la marea baja, se descubre una pasarela de arena entre la playa y la isla. Este fenómeno hace de este lugar un foco de interés para sacar fotos y gozar de un almuerzo inmerso en una idílica postal. Ahí compartimos una mesa con nuestras compañeras de paseo y pudimos intercambiar un diálogo más directo y distendido, supongo que por fin podíamos romper el hielo. Hizo falta medio día para comenzar a hacerlo.

Continuaba la jornada y con el estómago satisfecho siempre todo mejora. Para disfrutar del paisaje desde otra perspectiva, nos llevaron a un mirador. Situado en la parte alta de la falda de una colina, llegamos al Club 420, que su orientación apunta precisamente hacia la playa en la que almorzamos.

Un lugar en el que tienes a tu antojo la impresionante panorámica con Koh Ma de fondo. A esa altura pierdes tu mirada en la inmensidad del océano que parece abrirse infinitamente y te permite divisar pequeñas embarcaciones pesqueras en el horizonte. Un ejercicio que te sumerge en una profunda tranquilidad.

El trayecto del día no terminaba allí, nuestro guía pronto nos animó a subir nuevamente al minibus y partimos en dirección de la playa de Chaloklum. De camino a nuestro destino, tuvimos una breve parada en un pequeño pero pintoresco templo de la zona, con el mismo nombre. Allí nos dimos algo de tiempo para tomar unas fotografías para luego enfilar hacia la playa, que no estaba muy lejos de allí.

Descubrir esta clase de rincones junto al mar se torna una experiencia entretenida que nos gusta vivir con la Katty. Pasamos largo rato revisando referencias para dar con las que más nos llamen la atención. Esta playa es bastante visitada, en sus alrededores hay varias canchas de voleibol y diversos espacios en que encuentras a la gente procurando practicar una vida sana y zen.

Antes de finalizar el día aún nos quedaban dos detenciones más. Haad Son, o la playa “secreta” como le llaman los turistas y el mercado nocturno de Phantip. Al menos de esta playa no sabía mucho que esperar. Sólo sé que secreta no era, al llegar se podía ver bastante gente en ella, pero sí puedo decir que es un lugar de ensueño.

Estuvimos un buen rato mientras presenciamos el atardecer. Nos acomodamos en un singular restaurante ubicado sobre un roquerío al costado de la playa, que te coloca en medio del mar. En un lado y apostado sobre una hamaca, puedes sentir cómo las olas revientan muy cerca. Rodeado de cabos y redes en una entorno decorado exquisitamente en la temática marítima, pasamos un atardecer agradable.

A la vuelta, ya estábamos algo cansados, pero aún nos quedaba visitar el Mercado nocturno de Phantip. Por mi parte quería visitarlo, pero nadie más quiso hacerlo y terminamos emprendiendo la ruta de vuelta. Así terminaba una jornada extenuante y por qué no decirlo, peculiar.

Haber investigado la isla me hizo sentir una satisfacción entrañable aun cuando la gran mayoría de las atracciones que visitamos hayan sido improvisadas o de un escaso atractivo. Podía construir una idea más realista de Koh Pha Ngan, más allá de su apariencia glamorosa y desinhibida que ostenta, al contrastar con ese portentoso catálogo de naturaleza y paradisíacas playas y sobre todo por haber disfrutado todo aquello, en primera persona.


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Cartas a mi padre: Recorriendo Koh Pha Ngan (pt. 4)

2023-09-22 19:48:22

El ajetreo del Año Nuevo quedó atrás, el relajado día anterior había resultado indispensable para recargar energías y en lo personal fue una instancia sorpresivamente amena. Hoy sentíamos que volvimos nuevamente al ruedo y necesitábamos mantenernos en movimiento para conocer otros rincones de la isla.

Pasamos largo rato cotizando algún trayecto para nuestra siguiente aventura pero en la medida que nos acercábamos a la playa comenzamos a descartar cualquier transporte por tierra y se nos iban acabando las opciones por mar. Despertamos tarde, por lo que ya la mayoría de los taxis y botes ya habrían acordado viajes con otros clientes. Es por eso que no se veían demasiados y los que aún permanecían ahí lanzaban cifras muy altas para un viaje que no las valían.

En el camino a la playa negociamos el trayecto hacia alguna de las playas aledañas. Este era nuestro tercer día acá y no habíamos recorrido otros rincones de la isla más allá de lo que Haad Rin tiene para ofrecer. Aunque es bastante, nuestro espíritu aventurero demandaba más.

Ese mediodía, mientras continuamos decidiendo nuestro destino y el cómo llegaríamos allí, la señora a la que le compramos agua, tomó su teléfono. Al ver que no conseguimos transporte llamó a un conocido, pero para mala suerte nuestra no estaba disponible en ese momento. Cuando digo que los tailandeses son amables, no es una fantasía mía, esta acción era evidencia fehaciente. Lo que importa es que ya se comenzaba a delinear un patrón claro que me llevaría a esa conclusión. Dale una muestra de amabilidad a un tailandés y verás cómo te sorprende la calidez y simpatía que te puede ofrecer.

Tras deambular a lo largo y ancho de la playa por varios minutos, finalmente un bote apareció. Acordamos con el botero una tarifa para el “round trip” (ida/vuelta) que a fin de cuentas nos acomodó, pero debíamos esperar algunos pasajeros más. Supongo que este señor pretendía cobrarle a otro viajero lo que no pudo cobrarnos a nosotros. Los tailandeses no son como los sudamericanos que te emboban con juegos de palabras o sofisticadas triquiñuelas para sacarte algunos pesos extra, ellos van al grano e intentarán poner un sobreprecio al cual tú puedes regatear sin cuidado.

Solo un puñado de turistas se acercaban tímidos a la playa, tenía la esperanza que alguno tomara el bote con nosotros. Ya era hora de almuerzo, lo demás ya lo sabes, es un cuento viejo. En el intertanto escarbaba la arena sutilmente con los pies. A pesar que la gran mayoría de la basura de la fiesta ya había sido removida, aún quedaban restos y yo esperaba encontrar alguna moneda o algo parecido. Al final la espera no fue demasiada, el botero accedió a llevarnos con un quórum menor, supongo que prefirió “los pájaros que ya tenía en la mano”.

El paseo duró unos veinte minutos, el mar estaba algo agitado, asumo que aún no me recuperaba del todo de la fiesta y esa circunstancia exageraba la sensación. Bajamos en Haad Yuan, una pequeña pero pintoresca playa de tupida vegetación. A pesar de su tamaño cuenta con un quiosco bien dotado, un hotel con su respectivo restaurante, entre otras comodidades para que cualquiera pueda disfrutar sin tener que moverse de ahí.

Nosotros no nos conformamos y pasamos de largo, queríamos almorzar y fijamos rumbo hacia el Bamboo Jungle Lounge. Un local que la Katty descubrió en su ya típica investigación previa, ubicado en un costado de la playa sobre una pequeña colina, tras un roquerío y al cual se llega por un sendero que indica el camino. Este restobar tiene excelentes reseñas por su disposición. Ofrece una inmejorable puesta en escena para gozar de un almuerzo agradable.

Lamentablemente nuestra experiencia allí no duró y tampoco fue buena. Entusiasmados por la panorámica y por degustar lo que el lugar tenía para ofrecer nos dispusimos a encontrar una mesa. Hasta ese momento nadie nos ayudó, luego de sentarnos la atención tampoco llegó. Imagino que aún cuando las fiestas terminaron seguían funcionando a “media máquina”. Después de casi una hora de espera y algo molestos por la situación decidimos emprender rumbo de vuelta a la playa y probar suerte en el local que habíamos avistado al bajar del bote.

El restaurante Big Blue pronto se transformó en el parador preciso para calmar la molestia que traíamos. Algo que me gusta de muchos sitios acá en el Sudeste Asiático es que ofrecen más variedad de acomodaciones que una mesa y un par de sillas. Unos cuantos puffs en el suelo y una pequeña mesa de apoyo a veces basta, y así entregarte ese espacio íntimo para disfrutar una rica comida y un momento de distensión. Supongo que los occidentales como yo no estamos tan acostumbrados y una distribución como esa podría tomarse como algo demasiado casual e improvisado en Santiago.

Tras el almuerzo teníamos gran parte de la playa disponible para nosotros, aunque ya se encontraban otros viajeros en el sector, no era un gran montón. Se respiraba un tranquilo ambiente familiar a pesar del grupo de niños que “peluseaban” en los alrededores. Tuvimos una tarde plácida de tanto en cuanto chapoteando en el mar, tomando uno que otro refresco que los locales aledaños podían ofrecer y gozando nuestras exóticas vacaciones. Eran casi las cinco de la tarde y ya a esa hora el sol comienza a amainar, nuestro bote apareció casi puntual a recogernos.

A la vuelta compartimos el viaje con un par de rusos que tenían pinta de no haber parado la fiesta. Aunque pensé que parecería cliché les pregunté lo obvio, ¿qué opinan que su país se haya lanzado en una guerra contra Ucrania?. Gran sorpresa me llevé al escuchar que básicamente escaparon del reclutamiento. No sé si es verdad, pero ¿quién soy yo para cuestionar?, la realidad es que para ellos enfrentar esta situación debe generar para empezar, una buena cuota de ansiedad.

Es fuerte imaginar a ese grupo de “niños” siendo obligados a tomar las armas y marchar sobre una invasión que es sabido que nadie pidió en su país. Imagino que tu Rog, les hubieras dado el sermón acerca de su historia y todos los vaivenes que ha sufrido su tierra natal. Yo en cambio no me atreví a continuar con el tema y al bajar del bote solo atiné a desearles la mejor de las suertes con lo que están viviendo.

Continúa en la parte 5


Cartas a mi padre: Recorriendo Koh Pha Ngan (pt. 4) was originally published in Cartas a mi padre on Medium, where people are continuing the conversation by highlighting and responding to this story.

Cartas a mi padre: Empezando el año en Koh Pha Ngan (pt. 3)

2023-09-22 19:22:29

El primero de enero en Koh Pha Ngan distaba de ser un silencioso paraje como podría esperarse luego de tamaña muestra de reventón que fue la noche anterior. La música se mantuvo sin cesar hasta bien entrada la mañana y aún habían algunos que no se rendían y parecían vagar sin destino. Algo como la marcha de muertos vivientes pero con una sonrisa dibujada en el rostro que no se les borraba ni un centímetro.

Con la Katty descansamos durante la mañana y recién a medio día nos volvimos a activar para almorzar. Esta vez no nos complicamos demasiado y buscamos algún lugar cercano, nos importaba más salir a recorrer después. Ahora la elección de dónde ir corría por mi cuenta, puse mis ojos en una playa cercana de la cuál leí buenas referencias. Y una tarde calmada sin demasiado ajetreo nos vendría bien, pensé.

Es divertido, porque a pesar de que algunos seguían en pie aún en una estampa incombustible tratando que la juerga inciada la noche anterior no acabara, la gran mayoría de personas que pululaban por Haad Rin a esa hora eran oriundos de la zona. Muchos de ellos taxistas u operadores de turismo, escasos puestos comerciales estaban abiertos. Deben de estar acostumbrados a ello luego de una noche de desenfreno. Mal que mal la fiesta de la Luna Llena la sufren una vez al mes.

Tras conseguir agua y algunos otros pertrechos partimos en dirección a Haad Rin Nai o Leela como la conocen los extranjeros. Esta playa queda al otro lado de la península de Haad Rin, más cercana a la punta suroeste. Para llegar a ella desde donde nos encontrábamos se debe cruzar una colina, cuestión que para nosotros en ese momento significaba toda una proeza y un ejercicio de depuración por lo acumulado la noche anterior.

Tras el esfuerzo y en la medida que nos acercamos comencé a dudar si veníamos en la dirección correcta. La Katty se ríe porque suelo perderme y dar más vueltas para llegar a los lugares que la llevo. En este caso, no veía un acceso público a la playa pero eso cambio en la medida que avanzamos, al fin hallamos un pasillo entre lo que parecía las dependencias de un hotel que sufrió la debacle tras la pandemia. Un complejo que parecía haber vivido sus años mozos y que tras dos largos años cayó en una evidente miseria.

La Katty aprovechó astutamente de entrar a un baño que encontramos a la pasada, con esa costumbre de necesitar uno ha afinado el ojo para buscarlos. En todo caso era de esperar que dicho lugar no ofreciera la mejor de las experiencias, pero sirvió para su propósito primordial. Hasta ese momento y contrario a lo que pensaba, tras casi un año de haber superado lo peor del covid-19, Koh Pha Ngan nos presentaba lo más crudo de lo que significó esa crisis para el turismo local y acusaba ese abandono.

Al seguir caminando y luego dejar atrás ese corroído sitio se abría una despampanante playa de una delgada línea de arena cobijada por variada vegetación y palmeras de todas las formas y tamaños. Al fondo se podían avistar algunas cabañas un tanto destartaladas, definitivamente era una playa rústica y visiblemente menos intervenida. De esas que te imaginarías estando como un náufrago perdido abandonado en una isla desconocida.

Sin duda, una postal de ensueño y que por algún motivo que desconozco, su arena se sentía más suave y fina. Ese entorno inundado de silenciosa paz indefectiblemente te lleva a una reflexiva introspección. En poco rato me encontraba ensimismado analizando mis últimos dos años. Con los ojos cerrados y a pleno sol, sentado en la arena entre palmeras y la naturaleza, mientras la Katty repetía la rutina de bañarse en el mar y tomar sol, ella estaba “en su salsa”, en cambio yo, aún no lo podía descifrar.

Llegar ahí fue una suerte de desintoxicación, ahora comenzaba a ser una depuración mental y psicológica. No lo escondo, venía con la carga de querer contarte todo lo que había sucedido hasta entonces y no haber logrado cuajar una manera. Escribirte en el contexto de unas vacaciones se anunciaba como un acercamiento más sencillo, o al menos así sonaba en mi cabeza, pero no desde la negación como punto de partida. Al fin ahí pude darme cuenta de ello.

Ese día comencé a sanar o al menos eso creo. No es que lo hubiera planeado, pero de uno u otro modo esa instancia se transformó en ese paso necesario que faltaba. Más de un año después y ahí estaba en esa tranquila playa recién asimilando la realidad. Recuerdas que siempre te dije que me toma tiempo hacer todo en esta vida, aquí me tienes avanzando a mi propio ritmo. Ese que te desesperó numerosas veces y rogabas por estar en mis zapatos para darme el empujón que decías que tanto me hacía falta. Puedo decir con orgullo que si adopté algo de ti. La perseverancia se ha transformado en algo como mi “caballito de batalla” y ella es una parte importante de ti que vive en mí.

La Katty pareció sintonizar inmediatamente con el temple de esa tarde y celebraba mi relajo como si supiera lo que estaba pasando por mi interior. Casi como si hubiera visto que al fin me despojé de ese peso que acarreaba sin estar enteramente consciente de ello. Pasamos la tarde recobrando las energías que nos hacían falta, apenas acumulábamos un tercio del viaje por lo que flaquear no era una opción.

El resto de nuestra tarde con la Katty fue tranquila, caminamos de vuelta de compras por las callejuelas cercanas. Y cerramos la jornada comiendo apostados en unas mantas en la arena mientras disfrutamos de cómo caía la tarde en Haad Rin entre comida tailandesa, murmullos y risas de historias de la noches anterior, espectáculos de fuego y el sonido del mar.

Continúa en Koh Pha Ngan parte 4


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Cartas a mi padre: Año nuevo en Koh Pha Ngan (pt. 2)

2023-08-31 00:15:06

¿Y dónde pasaremos Año Nuevo?, la pregunta del millón, fue uno de los cuestionamientos fundamentales que tuvimos al momento de planear este viaje en el afán de crear un itinerario coherente. Koh Pha Ngan estuvo siempre entre las opciones, sobre todo porque la dejamos de lado para nuestro primer viaje. En esa oportunidad no logramos cuadrar las fechas con una Full Moon Party y visitar esta isla quedó en una larga lista de pendientes. Entonces, decidimos que este era el momento preciso para cumplir ese deseo y tachar este destino de esa lista.

Koh Pha Ngan es una famosa isla entre turistas, sobre todo los más jóvenes. Se ubica al sureste, en plena provincia de Surat Thani, en el golfo de Tailandia, es la segunda más grande en la zona después de Koh Samui. Tiene una superficie vasta, de más de 125 kilómetros cuadrados con rincones para todos los gustos. Desde el desenfreno de las fiestas en Haad Rin, hasta la vida zen y naturista de Haad Chaloklam, el misticismo de Haad Son o las magníficas panorámicas de Koh Ma. Pero destaca por la particularidad de que no abandona los paisajes idílicos en toda su extensión. Dato aparte, el término “haad” significa “playa”.

Finalmente, este día había llegado, marcando el cierre de un año intenso. Nos encontrábamos a tan solo unas horas de este colosal evento. Ya en ese punto llevábamos más de una semana viajando y el cambio de año que planeamos celebrar en grande estaba aquí. Tan solo nos faltaba conseguir las entradas, un mero trámite, pensé. La pareja de anfitriones, en nuestro check-in nos había ofrecido amablemente un par de tickets al pagar el alojamiento en efectivo. Y así lo hicimos, seguíamos acumulando ansias por dicha celebración.

Lo cómico es que aunque la comunicación con el dueño del hotel al registrarnos llegó a buen puerto, no se logró sin algunas miradas de duda y uno que otro titubeo de alguna de las partes. Le dije a la Katty que no me constaba que el susodicho viejito hubiera anotado nuestro pago en efectivo, mecanismo que nos daba acceso a canjear las entradas de Año Nuevo gratis.

Tampoco recordaba haber coordinado explícitamente una fecha y hora para obtenerlas. Entonces, cualquier oportunidad que se presentaba en adelante, procuré recordarle. El viejo cada vez que me acerqué a preguntar, me miraba enternecido pero con extrañeza, supongo que no debía entender el porqué de mi insistencia. Los tailandeses son en general amables y no se andan con rodeos, pero uno que viene de otra cultura cree que en todos lados te van a estafar.

Ese 31 de diciembre, en el día lo pasamos reconociendo terreno en Haad Rin, redescubriendo lugares que visitamos ese rato que paseamos durante la tarde anterior. En esta época en Tailandia el atardecer llega un poco antes de las seis y con luz natural los lugares cambian bastante su aspecto. Almorzamos a pleno sol en el Sushi Lab de Haad Rin, un lugar que se veía recientemente renovado y no muy concurrido pero que de igual forma ofrece una excelente cocina.

A ese punto no me había tostado todavía, un almuerzo al sol no iba a ser mucha diferencia, pensé. Luego noté cuán equivocado estaba, quedé como “pancora”, claramente no con ese tostado fascinante de las revistas. Afortunadamente la Katty tuvo la brillante idea de armarse con una crema para quemaduras que alivió bastante la situación.

La tarde finalmente cayó y aunque seguimos escudriñando todos los escondrijos y tiendas de Haad Rin en busca de esa prenda distintiva para usar en la fiesta. Finalmente, luego de dar vueltas y vueltas, logramos dar con algunas que satisficieron nuestra incansable búsqueda. Entonces emprendimos rumbo de vuelta al hotel. Había que descansar y prepararse para el evento.

Luego de dormitar un rato, de tomar una reparadora ducha y tener un momento de relajo finalmente estábamos listos. La música comenzaba a sonar y en un tímido in crescendo llamaba a lo lejos, el ambiente se volvía más alegre y de juerga con el paso de los minutos. La gente ya salía de sus hospedajes como hormigas de su hormiguero, para dirigirse a la playa de Haad Rin. En ese momento volví a intentarlo, bajé a la recepción con el afán de por fin conseguir los tickets y ahí estaba el viejito con cara de chiste repartiendolos en forma de pulseras, como lo había comprometido.

Antes de salir aproveché de comprar una cerveza en el lobby del hotel para refrescar la caminata, no era un largo trecho, pero había que empezar a sintonizarse con el ambiente de fiesta. Un par de cuadras antes de llegar a la costa, estaba cercado el acceso y en un puesto improvisado los locales comenzaron a validar las pulseras de quiénes ya se habían hecho con una de ellas y esperaban agolpados ahí en una pequeña multitud. A un lado otros negociaban conseguir una, con la ansiedad de que presientes que lo que se viene será bueno.

No voy a mentir, caminé largo rato con algo de reticencia, recordé las historias de amigos que tuvieron la experiencia de vivir una Full Moon Party años atrás y de cómo me contaron de algunos hurtos que presenciaron avanzada la noche, cuando el alcohol ya le ha pasado la cuenta a varios y la muchedumbre permite dejar en el anonimato una que otra mano larga. Pero con el pasar, esa idea se fue diluyendo. No es que estuviera vigilante en todo momento, pero no me percaté de algún episodio de aquellos, eso lentamente se tornó en alivio.

En el intertanto la Katty se instala a un puesto cercano donde le pintaron una particular estrella en su brazo, todo un genio el artista. En ese momento los colores ya resaltan con el azulado de las luces ultravioleta que puestas en todos lados añaden al ambiente algo de misterio. Ahí estábamos los vacacionistas, “de fiesta los perlas”, sé que algo así dirías al contarte nuestras peripecias de esa noche.

Haad Rin es una playa de no más de medio kilómetro de largo, rodeada por los más pintorescos bares, restaurantes y hoteles. Tiene decoraciones variadas que van de lo playero y rudimentario a excéntricas muestras de arte y decoración. En el borde del mar se posan botes que operan como taxi para moverte entre esta y otras playas de la isla. Pero esta noche se lucía como una inmensa pista de baile, que en la medida que se recorría permitía a un volumen ensordecedor escuchar variedad de ritmos, con predominancia de toda clase de música electrónica.

La fiesta es una locura, toneladas de fuegos artificiales de todos tipos, distintos espectáculos con llamaradas y antorchas encendidas, una barra interminable al puro estilo “té club” y un fulgurante juego de luces que te sumerge entre risas, chillidos de alegría y un parloteo en diversos idiomas en una parranda de antología. Entre toda esa gente puedes divisar algunos individuos que resaltan disfrazados, detalladamente ataviados con prendas poco usuales.

Si te alejas de la playa hacia las callejuelas aledañas encuentras todo tipo de puestos y quioscos que ofrecen toda clase de comidas. Un montón de manjares, o al menos eso parecen a esa alta hora de la noche. Por supuesto que con la Katty no tardamos en recorrer cada uno de esos rincones en busca de saciar el hambre que a esas alturas arrecia. Para el desgaste del baile y la fiesta se transforman en una pila de energía y en un intento para que el alcohol no se vuelva traicionero.

Presenciar todo esto es una experiencia intensa, la fiesta en la medida que pasan las horas, no afloja. Las botellas y escombros comienzan a inundar los escasos basureros y el trecho a lo largo de la playa se vuelve infructuoso, esa es una señal de que es hora de cerrar la noche, dormir plácidamente y comenzar a rememorar una noche de caos y emoción.

Continúa en Koh Pha Ngan parte 3


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Cartas a mi padre: Koh Pha Ngan (pt. 1)

2023-07-03 00:35:25

Koh Pha Ngan, o la isla de los arrecifes de coral como dice su nombre en tailandés, es la parte del viaje en la que te recuestas al sol en una reposera con cerveza en mano, a disfrutar de la vida, de la vista y te dedicas a contemplar tus vacaciones exóticas al otro lado del mundo. Dato aparte, “Koh” significa “isla” en tailandés. Aunque no soy gran fanático de la playa, estar al sol por un periodo extenso no es para mí. En otras circunstancias no aguantaría ahí más que unos cuantos minutos, no al menos sin algo que hacer .

Tanto caminar por Bangkok, Chiang Mai y Chiang Rai los días anteriores, había dejado nuestros pies visiblemente agotados y este descanso venía bien. Ameritaba un poco de playa, recuperar energías era necesario. En modo “vacacionistas”, cómo dirías tú, Rog. Te imagino mencionando la importancia de ahorrar y yo insistiendo en cómo valieron la pena las historias y peripecias de este viaje o cualquiera de los anteriores.

Lo interesante de esta segunda tanda por Tailandia es que, a diferencia del estrés positivo que acumulamos antes de nuestra primera vez en esta región — ese agotamiento debido a los preparativos de nuestro matrimonio en los meses previos — es que esta vez llegamos sin esa carga y ninguna otra al menos reciente o relevante. Eso me hizo sentir mucho más conectado con cada momento que vivimos, a diferencia de la anterior.

Nuestra primera estancia en Bangkok fue breve, un tanto temerosa y tal vez no la aprovechamos al máximo, pero qué más da, es parte de experimentar lugares nuevos. En esta ocasión, en cambio, perdí el miedo a ese desconocido que implica enfrentar una cultura tan diferente. Para ser sincero, ya no lo era.

Haad Rin Pier

Entre aeropuertos, aviones y furgonetas, el trajín del viaje puede parecer una mera rutina, una intensa, aunque de vacaciones no se siente como tal. De todas formas, para cumplir con nuestro itinerario a rajatabla, vale la pena seguir en movimiento.

No es que me queje de este jaleo, al contrario, estar en el camino hacia un nuevo destino me emociona, aunque también me genera algo de ansiedad, no lo voy a negar. Me preocupa perder las maletas o, peor aún, perder un vuelo. Afortunadamente, nunca hemos tenido que lamentar un episodio de esos. La Katty suele reírse de mis nervios cada vez que viajamos de una ciudad a otra; supongo que mi actitud a veces se vuelve algo dramática.

Tras una mañana agitada en Chiang Mai, nos dirigimos raudos al aeropuerto, donde tomamos sin demora nuestro vuelo a Bangkok. Aunque al llegar a la capital todavía nos quedaba un buen trecho hasta el próximo destino. No nos detuvimos demasiado en el aeropuerto Suvarnabhumi y sin mucho preámbulo finalmente nos marchamos a la isla Samui.

Teníamos que tomar un ferry y no podíamos perder tiempo, el que habíamos reservado era el último del día. Perderlo significa desperdiciar un día de alojamiento y, lo que es peor, tener que improvisar otro en Samui, un lugar, que en lo personal, ni siquiera había investigado demasiado.

La aerolínea de turno, Bangkok Airways. Una compañía boutique que a ojos de los locales es considerada de lujo. A primera vista, puede no parecer gran cosa, pero es un hecho que los asientos son más espaciosos y la comida más abundante y de mejor calidad. Es casi tan cómoda y confortable como la japonesa All Nippon Airways, pero a un precio bastante más razonable. Eso hizo, sin duda, que los traslados entre lugares fueran más agradables.

Tan concentrados estábamos en llegar y cumplir nuestro itinerario que no nos dimos la oportunidad de conocer el aeropuerto de Samui, al menos en esta pasada. Estábamos concentrados en conseguir nuestro objetivo y hasta ese momento nuestra planificación había resultado a la perfección, eso significaba que para llegar a nuestro ferry nos quedaba bastante tiempo aún. Sin embargo, no nos desviamos y salimos rápidamente del aeropuerto para tomar un taxi directo hacia el puerto.

Una vez en el muelle de Haad Rin Queen Ferry, colocamos nuestras maletas en un costado. La Katty se quedó fumando como de costumbre, mientras yo necesitaba asegurar que nuestra reserva del ferry estuviera en orden. Aunque aún faltaban algunas horas para embarcar, decidí hacer la fila en la boletería, con el afán de confirmar.

Me sorprendió que la vendedora no reparara en la antelación con la cual estaba revisando el viaje. Todo estaba en orden, santo remedio. Al fin pude bajar las revoluciones de los nervios que traía. Habíamos asegurado nuestra llegada a nuestro siguiente destino tal como lo teníamos contemplado.

En el intertanto se veía pulular un puñado de nóveles turistas que también estaban esperando embarcar. Ahí se encontraban ávidos por experimentar algo de esa fama de jarana desenfrenada que Koh Pha Ngan ofrece al menos en el papel y que ha ganado con el tiempo entre quienes cuentan la experiencia, esa misma que todos los años atrae a miles de personas a lo largo del mundo.

Las ganas de seguir en el ruedo, ahí nos tenía apostados a la espera de concretar nuestro arribo. A estas alturas, faltaban dos días para Año Nuevo, instancia perfecta para vivir en carne propia el mito del jolgorio de esta isla y aunque me costara reconocerlo, las expectativas que traía eran altas. Los minutos pasaban lento y algunos de los que esperábamos por el barco, tratábamos de escapar del calor en alguna esquina sombría, otros lo hacían con cerveza en mano.

Pero eso no era todo, el público en el ferry era variopinto, de todas las nacionalidades, colores y estilos. Había algunos rebeldes ansiosos que tímidamente encendían un cigarrillo para disfrutar del viaje, otros seguían con una cerveza u otro licor en sus manos, los más desfachatados fumaban sin tapujos otro tipo de pitillos, el olor era evidente, pero entre tanta gente se volvía anónimo.

Al llegar finalmente a la isla, caminamos unos metros desde el Haad Rin Pier por una estrecha calle llena de improvisados locales comerciales. A pesar de que teníamos que subir una pendiente pronunciada con nuestras maletas, el trayecto hasta el Nap Inn, nuestro hotel de turno, era corto. Este lugar se encuentra a escasos metros del muelle, en un sector bastante céntrico de esta zona turística.

Tras un rato en el check-in y conocer a nuestros anfitriones, una particular pareja mayor, que en su propio modo y orden, te daban una amable bienvenida a su hotel. Pudimos dejar las maletas para comenzar a explorar los alrededores, comer mirando al mar, comprar nuestro atuendo de fiesta y hacer el primer reconocimiento de la playa de Haad Rin.

Era evidente que todo el mundo se preparaba para Año Nuevo, aunque faltara algo más de un día para la celebración. Como un verdadero escenario, los locales en la playa se disponían a albergar una de sus míticas fiestas de las cuales tanto habíamos escuchado hablar. Magno evento en un exótico paraje.

Continúa en Koh Pha Ngan parte 2


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Cartas a mi padre: Chiang Mai, la joya del reino (pt.5)

2023-05-15 02:34:06

La de los elefantes es una de esas aventuras que debes hacer cuando visitas el norte de Tailandia. Aunque a priori suene a una de esas típicas simplificaciones de agencias de viajes que reducen destinos turísticos a una sola e icónica actividad a modo de propaganda, la experiencia es mucho más que eso. Y Chiang Mai y sus alrededores ofrecen muchas otras atracciones.

En todo caso, la mayoría de las personas que ya han ido, recomiendan en foros y redes sociales visitar algún santuario de elefantes. Al menos yo, no tenía algún interés por realizar algo al respecto, los elefantes no despertaban un especial interés en mí, pero ignoraba que todo eso iba a cambiar al llegar.

La Katty y yo nos complementamos de manera impecable a la hora de planear un viaje, somos compinches. Sintonizamos sin asperezas al elegir alojamientos. Por mi parte, suelo encarnar un “buen agente de viajes” anidando destinos para armar un itinerario general. Cotizar vuelos, cotejar servicios y asegurar lo necesario para ir de un país a otro, es lo mío. Lo sé, el cumplido viene de cerca.

Ella en cambio, es muy buena investigando cada lugar, para encontrar los mejores panoramas. Gracias a su pericia hemos volado en globo sobre Capadocia, descubierto asombrosos recovecos de una inmemorial bóveda musical en pleno centro de Londres o de que hayamos tomado ese almuerzo revitalizador días atrás en el lago Huay Tung Tao, por nombrar algunas.

Con el tour de los elefantes, lo complicado es que hay mucha información y no siempre es exacta, mucho menos unánime. Hay lugares que se autodenominan santuarios que se anuncian como “turismo ético”. Pero a la larga muchos de ellos son lugares que buscan una etérea diversión para turistas poco escrupulosos. Con el fin de que puedan conseguir un puñado de buenas fotografías a costa del bienestar de estos animales. Durante su estancia, obligan a los elefantes a realizar toda clase de trucos, más allá de lo que definen sus instintos naturales.

Aunque algunos digan lo contrario, los elefantes no son domésticos como un perro o un gato, siguen siendo animales salvajes y no responden de la misma manera. Por lo mismo, queríamos evitar un lugar de aquellos, en el que el entretenimiento esconde maltrato, pero es difícil saberlo de antemano.

Nos despertamos temprano para variar y pasamos al bufé como ya era costumbre. La Katty había logrado agendar esta actividad para el día y nos debían recoger temprano, nada nuevo, parte usual de la rutina. Me habían adelantado algo de un guía español y había logrado ojear un folleto digital un tanto ilegible, pero dentro de todo parecía lo que buscábamos.

Ansiosos por comenzar, nos sentamos a las afueras del hotel a esperar nuestro transporte. Parecía tomar más de la cuenta en llegar, pensé. Pero Pablo, nuestro guía, apareció dentro de la hora acordada sin demasiada demora. Me llamó la atención que no viniera en el típico furgón, suponía que quizás nos iba a acercar en su camioneta al resto del grupo. Al subir comenzó con la presentación de rutina, fue ahí cuando me di cuenta que el tour era privado. Es posible que la Katty lo mencionara antes, pero la agitación del viaje me vuelve más distraído que de costumbre.

Es rara la sensación de tener algo así, únicamente para nosotros. Aun cuando aquello no duraría así como estaba planeado. Debo confesar que de seguir como así, esa clase de atención, en mis pensamientos, podría ser excesiva. Terminaría siendo un poco agobiante, aunque cueste creerlo. Poder compartir esta experiencia con alguien más, ofrecía la pausa necesaria para ir asimilando la experiencia a un ritmo más sereno.

En el entretanto, conversábamos y seguíamos escuchando las explicaciones de rigor de Pablo, cuando de pronto menciona que una pareja española recién llegada a Chiang Mai le había contactado durante la madrugada, para realizar el mismo tour, ese día.

Nosotros llevábamos días acá y aunque no fueran demasiados, nos hacía sentir que podíamos echar una mano a estos “nóveles” turistas, imaginé esbozando una sonrisa picaresca. Sabía que pensar algo así, era un atrevimiento. Los dos o tres días de estancia hasta el momento, sin duda, no eran suficientes como para apropiarse de la ciudad y sentirse anfitriones de esa manera.

De todos modos, sentir empatía con ellos no era complicado, nosotros habíamos tenido la suerte de preparar la actividad con algo de antelación, pero la necesidad era la misma. En esas circunstancias es difícil negarse a recibirlos para realizar el tour en conjunto, la Katty a esas alturas tampoco se negó.

El camino era largo, poco más de dos horas por una carretera bastante sinuosa que con una llovizna que iba y venía, se hacía problemáticamente resbaladiza. Tanto así, que en una de las curvas, la camioneta patinó lo suficiente para sobrepasar la otra calzada. Afortunadamente no íbamos a gran velocidad, no venía otro vehículo en contra y nuestro guía logró reaccionar de gran manera para evitar un mal rato.

Yo iba sentado en el asiento del copiloto, estaba bastante nervioso y Pablo trataba de tranquilizarme. La conversación al menos era entretenida, servía para distraerme. Es que los tailandeses tienen una manera particular de manejar y es que mientras haya un espacio para pasar no se detendrán aunque eso implique sortear de mala manera una señalética. Lo positivo es que no tienen esa hostilidad que tenemos los conductores acá en Chile, eso sería desastroso.

Los españoles que nos acompañaban, Raquel y Victor eran sumamente agradables, bastante locuaces y junto al guía se erguían en un tridente que a ratos se sumergían hablando cosas de españoles que me costaba seguir y debo decir que quedé colgado en varios momentos. No importó, el ambiente era distendido y aunque quería conectar con los temas de conversación y no lo conseguía siempre, permanecía oyendo con sumo interés.

Una vez que nos acercamos a ese recóndito paraje en Bo Kaeo en el distrito de Samoeng, nos tocó una caminata cerro arriba, para llegar a un caserío. Pablo nos explica mientras avanzamos que ese poblado pertenece a una familia de origen birmano y ellos son quienes poseen unos cuantos elefantes que son los que venimos a visitar.

Al llegar al lugar nos recibe un lugareño que junto con el guía nos invitan a pasar a una suerte de cabaña medio roñosa de dos pisos y nos explica que esta funciona como una especie de puesto de descanso para la gente que trabaja en el sector. Ahí subimos al segundo piso, a un balcón bastante pintoresco que ofrece una gran panorámica del lugar. Para amenizar nos dan de probar una exquisita taza de café que degustamos mientras nos introducen a la experiencia que estamos por vivir.

Un momento después, nos dejan elegir entre un par de prendas típicas de los pastores de elefantes o mahout, de acá, el norte de Tailandia. Entre ellas una chamara, que es una clase de poncho que sirve como protección contra las vicisitudes del clima. Y nos permiten combinar la tenida con una cinta llamada kraung kaeng, aparentemente del mismo material. Ahí nos explican que se usa amarrada en la cabeza, para lidiar con el sudor de la frente.

Dato aparte, la palabra mahout viene del hindi y tiene origen en el sánscrito mahamatra. En Tailandia a estos pastores le llaman kwan-chang, algo así como “cuidador de elefante”, donde chang significa elefante y kwan hace referencia al cuidado.

Completamente ataviados con la vestimenta local finalmente nos dirigimos hacia el cerro, caminamos por un extenso campo entre un montón de tímidos búfalos de agua, que raudos buscan ampararse entre las hierbas. Para llegar a la ladera cruzamos, de a dos, un río a través de un puente medio destartalado hecho de bambú. Ahí Pablo nos explica que los dueños le cuelgan un cascabel de madera a cada elefante para oírles venir.

Es intensa la sensación de escuchar el golpeteo de la madera a lo lejos. Se hace evidente cuando se acercan. Lo confuso es que, por largo rato estos tremendos animales se mantienen furtivos entre la naturaleza, sin dejarse ver. Y eso aumenta un poco la adrenalina que ya se siente.

Había leído acerca de reconocer indicios en el comportamiento de los elefantes y eso quizás me había suscitado un poco de temor. Siento una especial conexión con los animales y creo ser bueno detectando sus movimientos, pero esto no dejaba de ser nuevo para mí.

En ese momento Pablo nos adelanta a la Katty y a mí bosque adentro, mientras la pareja española que nos acompaña queda más atrás, expectante. Nos entrega un morral lleno de pequeños plátanos a cada uno y nos incita a caminar en dirección del sonajero que se escuchaba cada vez más cerca. Entre los árboles, imponente aparece el primer elefante, el segundo se escuchaba en las cercanías pero aparecería un momento después.

Es potente darse cuenta que solo hay unos pocos y endebles árboles que te distancian entre tú y ese enorme animal. En la medida que se acercan, el corazón comienza a acelerarse. Buscas refugiarte en todos los consejos que escuchaste previamente, sirve bastante concentrarte en tu propia respiración para no lucir tan evidentemente nervioso. O buscar el ángulo adecuado para acercarte y hacer un acto de presencia para que te localicen una vez que estás cerca. Es importante no olvidar que la posición de sus ojos implica que tienen un punto ciego que no te conviene probar, según dicen.

Con la perspectiva del momento, la situación se reduce a una histeria bastante particular. Ahí me hallaba aterrado, con un animal de al menos dos o tres toneladas que ya nos había detectado y por sobretodo, había detectado nuestros morrales llenos de comida. A pesar de la excitación, debo decir que el momento en que el elefante ya está ahí, recibiendo los platanitos de nuestras temblorosas manos, es mágico. Es especial, porque si logras conectarte con el momento, logras vislumbrar cómo se caen a pedazos todas las caricaturas que tienes pre construidas sobre estos animales.

El mayor acercamiento que había tenido fue tras la reja de un zoológico. La famosa elefanta Fresia, ¿te acuerdas Rog?, tú nos llevaste a Benja y a mí, a verla muchos años atrás. El resto de mi conocimiento “paquidérmico” se componía de fragmentos construidos por la televisión y el internet. Dato curioso, ese querido elefante del Zoológico Metropolitano que su fallecimiento fue tan mediático en 1991, era también asiático, similar al que tenía enfrente en ese momento.

Al estar ahí te invade un sinfín de estímulos que cuesta asimilar al principio. Comencé a reparar en varias cosas que para mí eran “mi primera vez”, aunque algunas no lo eran tanto. Te das cuenta de lo bonitos que pueden ser sus ojos, o cómo emiten sonidos peculiares al masticar, rastrillar sus enormes piernas contra el suelo, o incluso al mover sus enormes orejas. Es asombroso descubrir cuán diestros son con sus trompas. Es una experiencia reveladora.

Si miraras esta situación desde afuera, te resultaría cómica. Digna para esas historias que contabas con tanta gracia. Y te reirías a carcajadas viendo sobre todo como reaccionamos la Katty y yo cuando nos quedamos sin platanitos. Pablo ya se encontraba varios metros más arriba acompañando a Raquel y Victor con el segundo elefante.

Mientras nosotros teníamos que lidiar con una trompa curiosa y juguetona que hurgaba sin cesar entre nuestros brazos y el morral. A mí, la voz no me salía, dudaba si hablar demasiado fuerte podía asustarle o por el contrario, demasiado bajo signifique dejar de manifiesto mi temor.

La Katty luego iba a mofarse de mí, por la ridícula manera en que intentaba llamar a nuestro guía. “¡Pablo!, ¡Pablo!”, decía a duras penas. Que ni ella, estando a mi lado, lograba percibir con claridad. Solo recordar esa situación en que nos mirábamos asustados esperando que Pablo viniera a nuestro “rescate” me causa gracia. Si pudieras ver mi cara en ese momento, lo entenderías.

Tras el potente episodio, Pablo nos guió de vuelta junto al puente. A paso lento fuimos atrayendo a los elefantes al río, pero sin haberlo calculado terminé caminando en un estrecho sendero con un elefante adelante y otro detrás. Mi corazón palpitaba fuerte, respiraba agitado, toda esa experiencia era nueva para mí. Mi máximo acto de valentía en ese momento fue tomar el celular y comenzar a grabar la situación, toda una proeza, pensé.

Finalmente, mientras cruzábamos por la endeble pasarela, ahí terminaba la histeria, al menos por el momento. Volvimos al otro lado de la cerca, a refugiarnos, o al menos así se sentía. Era irónico porque al lado de los tremendos elefantes esa protección que nos separaba, lucía completamente débil e insegura, pero no importaba, era suficiente agasajo para respirar con calma.

Tras ese breve momento subimos junto al puesto de descanso, pero a una pequeña choza que se ubica al costado. Ahí encontramos una maquinaria rudimentaria, era un mortero de madera, que en lengua local le llaman khrok. Ahí nos dieron un montón de arroz con cáscara, plátanos, sal junto a otro ingrediente secreto. Para machacar esa mezcla, en este enorme aparato.

Mientras nos turnábamos para activar el martillo con los pies, el resto se dedicaba a fusionar la preparación con unas varillas. Al finalizar dejamos secando pequeñas bolitas de la mezcla resultante sobre hojas de árbol de plátano. Una extraña comida que nuestro guía llamó “vitamina” para elefantes.

Cuando por fin Pablo anuncia que llegaba la hora almuerzo, debo reconocer que toda la emoción me tenía hambriento, el resto probablemente compartía el sentimiento. Subimos raudos nuevamente al balcón de la mañana y ahí en una alfombra nos tenían servidos en potes de hoja de plátano, un rudimentario pad thai de camarón. Junto a esta delicia también estaban dispuestas variedad de frutas frescas de la zona.

La Katty pudo sortear el hambre dejando de lado los camarones y complementando con el exquisito postre. De otro modo hubiera seguido el día refunfuñando por la falta de comida, no la culpo, pasar hambre no está dentro de nuestros planes.

Separamos los restos del almuerzo para rescatar sobras que podíamos reservar a los elefantes. Estaba razonablemente satisfecho y suponía que nos tocaría una segunda parte en que volveríamos a darle más alimentos a nuestros amigos paquidermos. Al preparar las famosas “vitaminas” había levantado las primeras sospechas de que volveríamos junto a los elefantes, luego había terminado por cerrar dicha suposición una vez que recolectamos estos restos de comida.

Y así fue, nos dirigimos al costado de la cerca para darle algunas hojas, ramas y ese excedente que recogimos luego de comer. Por segunda vez cruzamos el delicado puente hacia el cerro, al territorio de los elefantes. Mientras los pastores intentaban atraerlos hacia nosotros uno de los elefantes divisó un búfalo de agua al otro lado de la cerca. Con una destreza impresionante desarmó la barrera en dos tiempos y se dirigió en busca del pobre animal que trataba de disimular su presencia mientras se alejaba pretendiendo no alertar a su persecutor.

Hasta ese momento los pastores se habían mostrado relajados, como inmersos en la rutina diaria, casi desinteresados. Alertados por esta situación salieron tras el enorme animal y le lograron atajar con algunas instrucciones y un par de varillas, antes del enfrentamiento. Pablo mientras tanto nos cuenta que los elefantes son tremendamente territoriales. Y eso explica la reacción repentina.

Cuando por fin los elefantes volvieron a nuestro lado, bajamos a la ribera del río y comenzamos a presenciar como comen la vegetación colindante. Arrancan con gran destreza enormes ramas de los árboles cercanos, ayudándose de su trompa y sus enormes pies que hacen de contrapeso para alcanzar ramas de más arriba. Un verdadero espectáculo.

Para cerrar, le dimos las vitaminas y unos cuantos plátanos más. Tratamos de sacar unas cuantas fotografías más sin esas caras de terror del principio y nos despedimos de estos enormes animales. La aventura llegaba a su fin y con todo el ajetreo había podido compartir y disfrutar la compañía de los elefantes en una montaña rusa de emociones.

El camino de vuelta fue igual de agotador, la Katty sufrió a ratos las dificultades de la altura y las innumerables curvas del trayecto. Por lo que Pablo tuvo que detenerse al costado de la ruta durante largos minutos. Afortunadamente no hallamos demasiado tráfico, incluso nos llevaron de paseo entre las grandes casonas de Chiang Mai. De todos modos, en poco tiempo pudimos encontrarnos descansando en el hotel, tratando de asimilar lo vivido y revisitando las fotos que habíamos alcanzado a tomar. La situación todavía nos tenía sumidos en una especie de euforia.

Era la noche final y tras el descanso emprendimos camino al centro de la ciudad para tener nuestra despedida. Llegamos a Zoe in Yellow, aparentemente un lugar indispensable en la ruta nocturna del lugar. Nos sentamos en un patio de comidas que no ofrecía opciones demasiado sofisticadas para comer. Pero con un par de pizzas, unas cervezas y cócteles fue suficiente para saciarnos. Incluso bailamos un rato, para luego volver exhaustos al hotel. Al día siguiente nos esperaba un largo trecho a la isla de Pha Ngan.

Continuará en Koh Pha Ngan parte 1


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Cartas a mi padre: Chiang Mai, la joya del reino (pt.4)

2023-05-15 01:15:59

Al llegar al hotel me encontré con “la vacacionista” aún en la azotea, estaba en una reposera junto a la piscina tendida a sus anchas como si fuera dueña del lugar, tomaba sol en solitario. Su mañana de descanso y refresco llegaba a su fin y se veía tremendamente distendida. Casi tan relajada como cuando me la topé de trenzas azules caminando por Khaosan Road, luego del masaje, días atrás en Bangkok.

En el momento nos pusimos a revisar opciones para almorzar. De pronto surgió la opción de visitar un lago a las afueras de Chiang Mai, era uno de los lugares que habíamos marcado cuando estábamos planeando el viaje, antes de salir de Chile.

Sin mucha idea de qué significaba ir, tomamos un Bolt. Nos costó encontrar uno, sospeché que no era un trayecto tan común a solicitar en una aplicación de taxis como esa. La Katty me trataba de tranquilizar, decía que tenía listo el lugar para almorzar, que no perdiera la paciencia. Debo confesar que me subí al taxi con bastantes dudas que fui repasando incesantemente en el camino.

Luego de poco andar y salir de la ciudad para avanzar unos veinticinco minutos por la carretera llegamos a un parque. Un complejo en el que no se veía mucho movimiento, sin duda no nos encontramos con las típicas furgonetas que acarreaban cientos de turistas de un lugar a otro. Un alivio, pensé.

El lago Huay Tung Tao es un hermoso lago artificial ubicado a unos quince kilómetros al noroeste de Chiang Mai. Es un lugar popular para los habitantes locales y turistas que buscan un escape de la ciudad y disfrutar de la naturaleza.

El lago está rodeado de montañas y bosques, lo que lo hace un lugar ideal para caminatas, paseos en bicicleta y una gran variedad de actividades acuáticas. El lago es especialmente concurrido los fines de semana y días festivos, pero si se visita durante la semana, es posible tener el lugar prácticamente para uno mismo, según dicen. En general, el lago Huay Tung Tao es un lugar tranquilo y agradable para disfrutar del paisaje y las actividades al aire libre.

Cuando finalmente llegamos al borde, avistamos junto al agua, cientos de casetas de bambú suspendidas sobre pilotes de madera. En ellas se veían familias enteras sentadas en el suelo de estas, alrededor de una mesa almorzando. El lugar es un sector rupestre bastante rudimentario, donde funcionan unos quioscos como comedores en los que puedes comprar comida local y disfrutarla en este entorno natural.

Caminamos unos minutos por la ribera y elegimos una de las casetas finalmente. Los anfitriones aunque se notaba incómodos porque no suelen recibir visitas foráneas como la nuestra, nos hicieron llegar un menú traducido al inglés, o más bien una suerte de carpeta de papel plastificado con un listado de platos con sus respectivas imágenes adjuntas. Esto facilitó bastante la elección, puesto que nosotros no hablamos ni una palabra del tailandés ni ellos inglés y las fotografías no siempre le hacen honor al plato que buscan representar.

Los locales que venían a disfrutar del lugar como nosotros, nos miraban con algo de incredulidad y parecían evitarnos. O al menos así lo sentía, la Katty parecía no compartir la sensación. Mientras la Katty buscaba que nos atendieran, un grupo de jóvenes se apostó en una de las casetas aledañas pero al advertir mi presencia emprendieron la marcha hacia otro lugar. Era una situación cómica, pero no los culpo, ver occidentales en un lugar que parecía tan reservado para los locales, puede llegar a ser desconcertante.

Sentarnos ahí fue mágico, estas casetas son una especie de pequeños muelles techados, en los que te sientas en el suelo sobre una alfombra frente a una mesa de madera medio corroída.

Si te asomas por el costado se ven a poca profundidad un puñado de carpas esperando algún alimento. Supongo que acostumbran recibir algún agasajo de parte de las familias que comen allí. Pero lo mejor de todo es la vista hacia el lago que se puede gozar que vuelve a ésta, una experiencia contemplativa.

Para mala suerte de la Katty no ofrecen más que cerveza, té y otras bebidas locales para tomar, pero entre el curry de pollo que ella pidió y mi sopa Tom Yum Kum muy especiados y con el calor del lugar, las cervezas vinieron bien y bajaron rápido.

El almuerzo estuvo exquisito, muy contundente y tremendamente barato. Pensar que todo el almuerzo costó menos de quince dólares americanos, es de locos. Imagínate tener dos platos de comida, más dos cervezas de medio litro por diez mil pesos, una ganga ¿no?.

Al terminar nos pusimos a deambular por el lugar, llegamos a un explanada llena de naturaleza, junto a unos pequeños campos de arroz donde se erigían estatuas de madera con figuras de animales salvajes. Entre ellas se podía avistar un puñado de niños jugando y una que otra pareja caminando románticamente por ese portal de flores que invitaba a tomarse una fotografía para recordar tan especial momento.

A ratos me sentía como un intruso inmerso en la vida cotidiana de los locales que estaban ahí en busca de distraerse y escapar de sus rutinas. La sensación de estar en un lugar que no es esencialmente turístico te hace notar que la vida sigue su curso normal fuera de la acelerada rutina de un viaje. Es una experiencia que conflictúa sobre esa idea y eso se podía sentir en el aire, pero gratamente..

Aunque no podíamos pasar desapercibidos, disfrutamos del parque como cualquier tailandés que lo visita de vez en cuando. Parecíamos estar tan familiarizados con él como cualquier otro transeúnte que transitaba por ahí. Éramos otro par de niños disfrutando como tal, en un día común y corriente en Chiang Mai. Entre tanto, algo divertido sucedió. Sin que lo viéramos venir, la Katty flechó a un pequeño niño tailandés que le pidió posar junto a él en una fotografía con el portal de flores de fondo, todo un acto de una romántica ternura que inmortalizamos en ese tan ansiado retrato.

El sol empezaba a bajar y con eso nos preguntamos cómo volver. Investigamos, pero me resultaba difícil esconder la incertidumbre al ver que los conductores de Bolt nos ignoraban y que a ratos la aplicación indicaba no tener autos disponibles en el área. Pero como siempre le ocurre a la Katty, sus angelitos nos protegieron y trabajaron, con eso finalmente encontramos un taxi para regresar.

Llegamos al hotel para descansar, pero sabíamos que saldríamos de nuevo. Por la mañana planeamos visitar un mercado nocturno en la ciudad. Además, necesitábamos comer, por lo que ir al mercado era preciso. Sospechábamos que alguno de estos lugares no sólo ofrecerían chucherías de todo tipo y para todos los gustos, sino que también tendrían una buena oferta gastronómica.

Después de caminar algo más de veinte minutos, atravesar gran parte del casco histórico de la ciudad y recorrer más de tres kilómetros, empezamos a oír música en vivo, las calles comenzaban a lucir festivamente iluminadas y las personas brotaban como desde una colmena, multiplicándose en todas direcciones.

Nos topamos con una animada zona de comidas llamada Ploeen Ruedee Night Market. Era un lugar muy iluminado rodeado por una veintena de carritos de comida por un lado y un escenario por el otro. En el medio, un extenso comedor lleno de personas de diversas nacionalidades disfrutando de la extensa variedad gastronómica que ofrece el lugar y de un entretenido grupo musical que interpreta grandes clásicos.

Encontrar este espectáculo fue sin duda sorprendente, pero en el buen sentido. Después de haber pasado la tarde entera en el apacible lago libre de turistas, era una sensación un poco abrumadora.

Dimos unas cuantas vueltas tratando de entender cómo funcionaba el lugar. Elegimos comprar unas brochetas de carne y pollo cocinadas a la parrilla exquisitamente sazonadas, sin duda un manjar para nuestros paladares, que no habían probado bocado desde el almuerzo. Ya eran casi las once de la noche, imagínate.

Después de comer continuamos el recorrido nocturno, atravesando varias cuadras de mercado, entre enormes galpones, tiendas y puestos de todo tipo alegremente iluminados y asediados por una multitud infinita de turistas. Para mantener la armonía y transitar en comunión con el lugar es mejor mantenerse en movimiento, ya que detenerse sólo produce impaciencia en algunos transeúntes y quiebra ese frágil equilibrio de pasear vitrineando. Tras un poco más de una hora de caminar por cuanto rincón encontramos y haber comprado algunas baratijas, cerramos otra emocionante jornada.

Continúa en Chiang Mai parte 5


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Cartas a mi padre: Chiang Mai, la joya del reino (pt. 3)

2023-05-15 01:12:26

Los primeros dos días en Chiang Mai habían sido una pequeña locura, al igual que los anteriores en Bangkok. Tras casi una semana de viaje, aún no acumulábamos demasiado cansancio; la adrenalina de estar ejecutando el viaje tal como lo habíamos planeado era superior a cualquier dolor de pies. Éstabamos allí como dos niños en Navidad, deseosos por abrir regalos, solo que en nuestro caso se traducía en “patiperrear”.

Cada día íbamos a dormir temprano y teníamos un sueño aceptablemente reparador, pero el calor no nos dejaba descansar más allá de las nueve de la mañana, al menos no sin aire acondicionado. La Katty es friolenta y yo suelo resfriarme rápido, por lo que no lo dejábamos encendido con frecuencia durante la noche. Es por eso que bajar la temperatura a esa hora no era posible.

Ya inmersos en las aventuras del día, este fue diferente. Muchos de los que nos conocen, saben que la Katty de vacaciones necesita su momento de relajo bajo el sol, la ardua tarea de obtener ese tan ansiado tostado fascinante, dicen. Y esta tercera jornada parecía ideal para concretarlo. A pesar de no estar en la playa, el hotel ofrecía todo para hacerlo.

Por mi lado, el afán por continuar en movimiento no menguaba, yo soy del tipo turista obsesivo por dejar los pies en la calle. Y a diferencia de ella, mis ojos estaban centrados en aprovechar de visitar todos los recodos de la ciudad aún inexplorados para mí. Es por eso que esa mañana, luego del desayuno separamos rumbos, emprendí una ruta en solitario al casco viejo de la ciudad.

La historia que sigue es larga y trata sobre cómo pasé medio día recorriendo a pie el centro histórico de Chiang Mai, de norte a sur y de este a oeste. Sé que explicar cómo visité templo tras templo puede volverse repetitivo y, a la larga, tedioso. De hecho, una vez que has visto unos cuantos, el resto puede parecer demasiado similar a los anteriores.

Pero es precisamente en esos momentos cuando uno puede fijarse en pequeños detalles que hacen que cada santuario sea único, y el hecho de experimentarlos de primera mano sea una sensación enriquecedora. Trataré de traspasar esa experiencia en mi relato, para que lo que viene a continuación no se vuelva redundante ni aburrido.

Cuando salí del hotel no tenía claro por dónde empezar. En el camino, me tomé algunas pausas para marcar lugares de interés en mi celular, ya que tenía conexión a Internet y podía buscar recomendaciones en Google. La tarjeta SIM que compramos en Bangkok debía servir para toda nuestra estancia en Tailandia.

Al avanzar y sin meditar demasiado, fui armando, a grandes rasgos, una ruta en mi mente, abstrayendo los puntos marcados en el celular. Imaginaba cómo la Katty estaría disfrutando la piscina y probablemente toda la azotea con esa vista panorámica de los alrededores a su merced. Las veces que habíamos visitado la piscina, no había gente, por lo que en ese momento seguramente no era distinto.

Días atrás, te había contado de cómo nos zambullimos en el casco viejo de Chiang Mai hambrientos, y como habíamos avanzado apurados frente a un templo cercano a nuestro hotel. Aunque ya lo había mencionado, su nombre es Wat Lok Molee. No es imponente ni grandioso, pero su atractivo reside más en el pintoresco lugar en que se ubica y principalmente en cómo está adornado. Obviamente desde la perspectiva en la que aún ignoraba su carga histórica y riqueza cultural.

Para mi conveniencia, estaba en el trayecto por el que pensaba circular de todos modos. Por lo tanto, detenerme un momento ahí de pronto se volvió una necesidad. Quería tomar algunas fotografías y admirar el lugar con un poco más de calma.

Las dos figuras de elefantes que se encuentran en el interior llaman la atención como perros guardianes inmediatamente después del portal de acceso. El jardín está trabajado con cuidado y te sumerge en un silencio apaciguador a pesar de estar muy cerca de una avenida muy transitada. Los árboles te resguardan del calor matutino, que aunque no es sofocante, es agotador. Desde allí, se puede observar tranquilamente la añosa estupa con sus ladrillos corroídos, que aún se erige al interior de este santuario.

Para dar contexto a estas estructuras que tanto he mencionado. Es importante saber que una estupa o chedi, es un armazón de la arquitectura budista utilizada como túmulo funerario. Tienen como objetivo contener amuletos, lo que la convierte en un enorme relicario. Esta edificación se compone de cinco partes, una base cuadrada, una bóveda hemisférica, una punta cónica, una luna creciente y un disco circular. En la práctica, muchas de ellas lucen como gigantescas campanas con una imponente y adornada base.

Wat Lok Molee es un lugar fascinante para visitar, con interesantes esculturas. Los pasillos principales están decorados con mosaicos enrevesados, diferentes representaciones del hinduismo y del budismo chino. Lo que lo hace único es su orientación, ya que está alineado a lo largo del eje norte-sur, en lugar de estar orientado hacia el este, que es la dirección hacia el sol naciente que la mayoría de los templos budistas tienen.

Después de contemplar un rato ese sitio continué mi camino hacia la entrada norte, la misma que mencioné el primer día, la puerta Chang Phuak, esa de los elefantes. Mi siguiente parada ya estaba definida y estaba a medio camino: Wat Chiang Man es uno de los santuarios más antiguos y venerados de Chiang Mai. Fue construido en el siglo XIII por el rey Mengrai, fundador de Chiang Mai y la Dinastía Lanna, y es considerado un importante lugar de peregrinación para los budistas en la región. Este templo está situado al sureste de la puerta Chang Phuak y al noreste dentro de la ciudad amurallada.

Cuenta con una arquitectura distintiva, con techos de varios niveles y estilos de decoración detallados en dorado y rojo. Además, su vihāra principal contiene una estatua de Buda muy respetada llamada Phra Setang Khamani, que se cree que tiene la capacidad de conceder deseos.

Al llegar noté que el mapa de Google me llevó por un estrecho pasaje para llegar al acceso lateral. Una entrada particular de paredes blancas mohosas y un llamativo portón plateado a medio abrir. A pesar de que en principio dudé y pasé de largo, finalmente no me di el tiempo de buscar otra entrada y me devolví hacia ella.

Ese tipo de vacilaciones es común en mí, trato de evitarlas, pero supongo que con el agotamiento estas reacciones aparecen. Al menos me consuela pensar que mejorar esa actitud es un “trabajo en progreso”.

Con esa timidez que llevaba, me acerqué por uno de los bordes de esa entrada para comenzar a investigar el lugar. Al ver que otros turistas accedían por el mismo lugar, entonces me animé a pasar. El acceso te sumerge directo en un pintoresco vergel al costado de la sala de meditación principal o vihāra, atrás se puede visualizar también una vihāra más pequeña.

Rodeé estas salas con calma, experimentando cada detalle junto a esos delicados jardines que lo circundan. El acceso al interior no estaba habilitado cuando pasé, supongo que era temprano y en esa época no vi gran cantidad de turistas que ameriten su apertura, asumo.

Detrás de estos edificios me enfrenté con un pintoresco pero no menos impresionante chedi, de una base mohosa como todos los muros del lugar, pero de una refulgente punta de oro. Lo impresionante son las figuras de elefantes que posan en su base como si estuvieran moviendo esta enorme estructura.

No puedo decir que no quedé conforme. La serenidad con la que me fui de ese sitio valía la pena para seguir con esta suerte de excursión espiritual que había armado. Tras el inicio en Wat Lok Molee, el recorrido por Wat Chiang Man era una especie de prolongación casi rigurosa de la temática de mi deambular por Old City. La casi nula presencia de turistas funcionaba, hasta ese momento, como el aliciente perfecto para ello.

Caminé varias cuadras hacia el sur por la avenida Prapokkloa, cruce el Monumento de los Tres Reyes, mi intención era llegar al famoso templo Wat Chedi Luang. Sin embargo, al pasar me topé con otro santuario que llamó mi atención.

Antes de llegar logré ojear un pequeño y llamativo santuario. Destaca por el profundo color granate de sus muros, y la oscura pero lujosa madera teca de sus estructuras. Wat Phan Tao ofrece una estética distinta a los demás santuarios de su clase, menos vistoso aunque atractivo y detallista a su manera. A este templo se le conoce como el “Monasterio de los mil hornos” debido a que funcionó como fundición para la confección de figuras de Buda para santuarios aledaños.

En la entrada se puede observar una elaborado mosaico que muestra un pavo real protegiendo a un perro ubicado justo debajo de él. Esta obra hace referencia a la astrología china y simboliza el año de nacimiento de un antiguo residente real que vivió allí. Se ha hecho costumbre para los viajeros que nacieron en el año del perro lo visiten como lugar de peregrinación.

No me detuve demasiado, pero al menos lo suficiente para admirar el lugar un momento y seguir mi andar hacia Wat Chedi Luang. Este templo es sin duda el más importante del centro de Chiang Mai, fue construido por el rey Saenmuangma, séptimo gobernante de la dinastía Mengrai, pero fue finalizado por su sucesor Tilokkarat. No se tiene certeza de la fecha de construcción, pero se dice que puede estar entre fines del XIV y principios del XV.

Lo más llamativo es la presencia de la Universidad Budista Mahamakut, en la entrada del santuario, lo que permite avistar un sinnúmero de monjes pululando por el sector. Transitan apaciblemente con sus túnicas anaranjadas y con algún pañuelo o morral colorido que cambia según el significado que les asignan a cada día de la semana.

Más adentro te encuentras con las ruinas de un enorme chedi de más de sesenta metros de ancho y que en su momento llegó a medir más de ochenta metros de alto. No por nada le llaman “El Templo de la Gran Estupa”. Uno de los más altos en su clase en Tailandia, pero que en el año 1545 sufrió la pérdida de gran parte de su estructura en un potente terremoto.

En el interior del templo, los visitantes pueden encontrar varias capillas y salas, cada una con su propia decoración y objetos sagrados. Entre ellas, destaca la sala de oración principal, que cuenta con una gran imagen de Buda en su trono, y está rodeada por paredes decoradas con pinturas y tallas de madera.

En uno de sus edificios administrativos centrales, probablemente parte de la universidad, hay una terraza resguardada del sol con una tupida barrera de árboles. Sin duda dan ganas de sentarse allí y admirar el lugar por un momento. Junto a ese lugar hay un cartel en tailandés e inglés que avisa algo como “No solo pases y mires, ven a conversar con un monje”. Es gratuito, dicen que lo hacen para que los monjes pongan en práctica su inglés, era tentador pero finalmente no lo hice.

Finalmente fue el turno de Wat Phra Singh Woramahaviharn, un templo también conocido como “El monasterio del Buda León”. Este lugar aún está activo y alberga cientos de monjes y aprendices hoy en día. Data del año 1345 y fue construido por el rey Phayu, quinto en la dinastía Lanna.

El nombre es Wat Phra Singh, es una abreviatura de Phra Puttha Shihing y proviene de una imagen de Buda que se encuentra en el interior de la sala principal de oración, que se dice que fue traída a Chiang Mai desde Sri Lanka en el siglo XIV.

El Monasterio del Buda León es un importante centro religioso y cultural, atrae a muchos visitantes cada año. Además de la arquitectura y las reliquias históricas, también es un lugar popular para aprender sobre el budismo y experimentar la vida monástica en Tailandia.

Es un sitio tremendamente fotográfico desde cualquier ángulo que lo observes. De esos lugares del que realizas una toma y el resultado es una postal espectacular. Ubicado al oeste del centro de Old City, al final de la avenida principal Ratchadamnoen. Es uno de los más importantes de la ciudad.

Fue el primer momento de mi recorrido en el que lamenté no ir acompañado. Caminar entre medio de las vihāras o el ubosot y el resplandeciente chedi dorado para luego llegar a la pequeña laguna de flores de loto es emocionante. Es una sensación que buscas compartir.

Satisfecho por el extenso circuito, emprendí el camino de regreso al hotel. Aproveché para tomar fotos, desde la calle, a un templo cercano llamado Wat Prasat. Aunque era un pequeño santuario, se destacaba en la zona. No investigué demasiado sobre él porque ya era hora de almuerzo, y para ser honesto, saben cómo me pongo cuando tengo hambre.

Continuará en Chiang Mai parte 4


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Cartas a mi padre: Chiang Mai, la joya del reino (pt. 2)

2023-03-22 17:38:20

Chiang Mai es uno de esos lugares con la etiqueta cultural impregnada hasta sus raíces. Fue un destino que descartamos en nuestro primer viaje, para equilibrar la cuota “de playas” con la “de cultura”. La idea de visitar el norte de Tailandia, significaba una opción más interesante que entretenida, dentro de mi ignorancia. Lo cierto es que al arribar a este lugar no sospechaba lo que realmente íbamos a vivir.

Segundo día, y la ruta nos apuntaba aún más al norte, el destino de turno sería Chiang Rai y sus templos contemporáneos, aldeas tribales con pintorescos habitantes y el icónico río Mekong. A decir verdad hasta ese momento no diferenciaba Chiang Rai de Chiang Mai, craso error.

El día anterior, luego de la glotonería y la enérgica caminata por el casco viejo de la ciudad, habíamos arreglado todos los detalles de este tour. No nos íbamos a quedar muchos días, por lo que cualquier paseo, guiado o no, nos servía.

Era temprano aún, pero desayunamos en el buffet del hotel con un poco de apremio. De igual forma pudimos degustar algo antes de partir. Nos pasarían a buscar en cualquier momento, pero no había que desaprovechar el desayuno. Fue tiempo suficiente para festinar, salir con hambre para nosotros no era opción.

Cuando al fin llegaron a recogernos, apareció un minibus no muy grande, con espacio para más de diez personas. Del cual un adolescente local bajó raudo y nos dio la bienvenida, era nuestro guía para el día, rápidamente abordamos e iniciamos la travesía.

El grupo que nos acompañaría supuestamente era anglo parlante, o al menos eso nos habían dicho. Al final resultó ser un puñado de chinos y coreanos, aunque no importó demasiado, era un grupo ameno inmerso en un ambiente familiar.

No era difícil notar que el tour en realidad estaba dedicado a chinos, el hecho que nuestro guía hablara a duras penas inglés, resultaba ser una mera casualidad. Supongo que esa poca habilidad es razón suficiente para que nos “vendieran humo” y terminaran por incluirnos entre este montón de asiáticos. Una farsa que no mermó los ánimos pero al día siguiente desvelaremos que la agencia de turismo de turno no tenía la mejor de las famas, pero si todo iba bien ¿quién soy yo para juzgar?.

El viaje del día era extenso, más de doscientos cincuenta kilómetros y que para el trayecto que debíamos recorrer, se traducía en cuatro horas y media de viaje, una distancia considerable. Es por eso que nuestra primera parada fue pasada la mitad del camino, en un destino que se sentía improvisado pero que tenía algo de encanto a fin de cuentas.

Era un área de descanso al lado de la autopista de camino a Chiang Rai. Pero no era cualquier parada de camioneros y turistas, sino una al costado del cauce de aguas termales de Mae Khachan, una que te querían convencer de ser un lugar interesante de visitar.

A pesar de los múltiples tiendas apostadas alrededor, dicho lugar no ofrecía gran atractivo turístico. Nada relevante, al menos, más que el descanso tras dos horas y media de un viaje largo en un estrecho furgón.

El camino seguía y aunque había sido prolongado, distaba de ser tedioso. Los paisajes se tornaban más idílicos a medida que avanzábamos. Extensos campos de arroz cubiertos por una mística bruma se multiplicaban en el horizonte, copados por numerosas garzas blancas y uno que otro solitario búfalo de agua.

Esos parajes hacían que el furgón en el que viajábamos se sintiera cada vez más diminuto. Eran vistas que componían una verdadera secuencia pictórica como una seguidilla de obras de arte. Imaginé en ese momento, detener el bus para tomar una tonelada de fotos de ensueño.

Alrededor de las once de la mañana llegamos a Wat Rong Khun. Un monumento comúnmente conocido por los turistas como Templo Blanco. Este lugar es un santuario poco convencional lleno de serpenteantes detalles que decoran las paredes de puntiagudas terminaciones basadas en el arte religioso hindo-budista. Hasta el baño es una edificación que llama la atención, de prolijo color dorado y exquisitos detalles, se confunde como otro de los grandes salón de meditación que se pueden ver allí.

Ahí intenté telefonear a la Con, pero la diferencia horaria jugó en contra, en Chile ya eran pasadas la una de la madrugada. Por lo que el intento de llamarla y mostrarle la magia del lugar en el me encontraba, no pasó más allá que eso, un mero intento. Horas antes le había contado del lugar que visitaríamos y quería compartir la experiencia, aunque fuera por la pequeña cámara del teléfono.

Esta reliquia de la cultura tailandesa está lejos de ser un edificio antiguo e inmemorial, como lo había imaginado al enterarme de su existencia. Este es un templo contemporáneo, construido por el artista visual Chalermchai Kositpipat a partir de 1997 y que al día de hoy no ha sido finalizado por diversas razones. Es una suerte de Sagrada Familia en versión tailandesa. Un centro religioso que entremezcla la tradición religiosa con el arte moderno. Uno de los epicentros del turismo de la zona.

Wat Rong Khun se rodea de jardines cuidados con esmero, ataviados por una laguna que circunvala los alrededores. Reluciente por el reflejo de los rayos del sol que replican la blanquecina estructura del ubosot o edificio central. Es un lugar mágico surtido por una infinidad de detalles que hacen difícil fijar la atención demasiado tiempo en un solo lugar.

El color blanco simboliza la pureza del Buda, mientras que los espejos que reflejan la luz representan su sabiduría. Cada detalle de Wat Rong Khun tiene un profundo significado religioso que ayuda a meditar en las enseñanzas budistas, como la importancia de alejarse de las tentaciones, los deseos y la codicia mundanos para centrarse en la mente.

La decoración alrededor tiene tintes más allá de lo religioso, hay rincones en los que te puedes sumergir en la fantasía de Tolkien o cosas ligeras como el universo cinematográfico de Marvel. Entre todas esas banalidades sobresale la estatua de Kositpipat representado como la deidad Sihuhata. Esa que bajo el entendimiento local, es un ser divino de cinco ojos y cuatro orejas que atrae bienestar. En resumen, un puñado de arte muy peculiar, que hace de la visita, una experiencia extrañamente única.

Tuvimos suerte, a lo largo del recorrido no nos cruzamos con demasiada gente. La zona aún acusa el abandono tras la pandemia. Después de una hora de andar por el lugar, finalmente nos dirigimos a almorzar. Nos ubicaron en un galpón en una mesa llena de potes con preparaciones locales de todo tipo, un almuerzo humilde, pero contundente y variado.

Ya en ese momento mi fanatismo por la cocina local se estaba arraigando cada vez más, el curry en sus diversas formas y sabores, la fresca sazón de la hierba de limón o la gran variedad de ajíes, a esas alturas, me tenían embobado a mí y a mi estómago.

Luego del almuerzo nos subimos nuevamente en el minibus y al cabo de escasos minutos andando, nos detuvimos en el distrito de Rimkok, a las afueras del Templo Azul de los tigres danzantes o como le llaman los locales, Wat Rong Suea Ten.

El templo azul es un santuario que de su origen no se habla mucho, se dice que fue abandonado pero que en 2005 el arquitecto tailandés Phutha Kabkaew remodeló basándose en las decoraciones de una rama del budismo llamada Mahayana. Con una alta influencia en la arquitectura del arte jemer proveniente de Camboya. Y a diferencia de su par blanco, este fue construido para el culto a Buda y no como una atracción turística.

En la entrada se encuentran dos enormes y magníficas esculturas con cuerpo de serpiente y busto humano, que representan a guardianes del templo. Tras rodear una fuente de agua puedes acercarte al ubosot, su acceso está resguardado por dos impresionantes Nagas, esculturas con forma de serpiente que representan semidioses de la mitología hinduista. Desde ahí te introduces en el vihara para visitar una enorme escultura de Buda en blanco, su prístino color blanco hace irradiar una luz a su alrededor que destaca en el profundo azul del fondo. Es un destello casi mágico.

Ese día, la Katty iba vestida colorida y vivaz, aunque no es algo extraño en ella. Lucía un vestido largo de un vibrante fucsia con un estampado floral y salvaje. Aunque su vestuario contrastaba con el intenso azul de las paredes su presencia se integraba a este cuadro de manera única. Su figura que iba y venía por los rincones de este santuario resaltaba entre la multitud, sobre todo a través del lente de mi cámara.

El día seguía su curso y el circuito nos ofrecía una nueva estación, la Casa Negra, o como se conoce en tailandés, Baan Dam. Este peculiar sitio rodeado de naturaleza, esconde los más interesantes objetos en distintos galpones a lo largo de un sombrío jardín.

La Casa Negra en sí, es un museo contemporáneo construido por el pintor y arquitecto tailandés Thawan Duchanee. En su interior se puede interactuar con pinturas que al escanearse desde Instagram cobran vida en la pantalla de tu celular.

El lóbrego color marrón de la estructura no alcanza a contrastar con el granate de las paredes. Esta combinación un tanto sombría convierte a este lugar en uno más bien tétrico. Sobre todo porque está lleno de herramientas antiguas, calaveras y pieles de animales, y eso torna a ratos el recorrido en una experiencia que te pone los pelos de punta.

Varias horas de caminar bajo un incesante sol y una humedad abrasadora, puede minar la voluntad de cualquiera, nuestro afán por seguir descubriendo recovecos en cada parada, seguía incólume.

En particular, no conocía enteramente el itinerario del día, no sabía cuáles lugares de interés incluía el tour, me fui enterando de a poco. Es así como ignoraba completamente que había presencia de las mujeres Padaung en la zona y mucho menos esperaba que visitáramos una villa de esas.

Estas mujeres son parte de la etnia Kayan — sub grupo de la famosa etnia Karenni — burdamente llamadas “mujeres jirafa”. Esas que a lo largo de los años suman más anillos a su cuello al punto de lucir con esa extremidad alargada y un tanto anormal.

La información que ronda alrededor de esta tribu, es que son de origen tibeto-birmano (Myanmar) y que tras los múltiples conflictos que ha vivido dicho país en los últimos treinta y tantos años se han visto forzadas a situarse en los parajes más lejanos entre la frontera de Myanmar y Tailandia.

Hay muchos rumores dramáticos sobre la existencia de estas mujeres y el “uso” que le dan en Tailandia para el turismo, algo así como un “pago” para poder quedarse, dicen. Hay afirmaciones que se contradicen al momento de describir las penurias y vivencias que esta gente ha tenido que sobrellevar para llegar allí, sea cual sea el caso es difícil leer su verdadera realidad.

Lo cierto es que visitar una de sus aldeas, en las condiciones en las que fuimos, es una situación que enfrenta el morbo con el virtuosismo de una lucha por subsistir, relato que te cuentan que suena como un intento justificar el turismo — un tanto inhumano — en torno a estas mujeres.

Vagar entre los puestos de artesanía, divisar ancianas alicaídas o jóvenes niñas que ya acumulan varios anillos en sus cuellos, desempeñando roles en telares y otras maquinarias es una experiencia extraña, te sientes tan fuera de lugar sosteniendo tu cámara y actitud de turista perdido. Es una suerte de comprobación de realidad que hace colisionar la moral en tu interior.

Tras la intensa visita, el día terminaba a los pies de la ribera del río Mekong, con el enorme buda dorado que vigilia el afluente en el Triángulo de Oro, desde donde se puede divisar territorio tailandés, birmano y laosiano. Ese confín del sudeste asiático con el cual no hay ley, según vocifera la gente local.

Entonces tomamos un breve paseo en bote, junto otro grupo, presenciamos una incomprensible alocución de nuestro guía, disfrutamos unas cuantas cervezas para refrescar la puesta de sol. Y la jornada comenzaba a cerrarse gratamente, aunque nos quedaba aún el viaje de regreso.

Continuará en Chiang Mai, parte 3


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